Algo que aprendí con bastante facilidad fue a no
lamentarme. En mi casa me informaban que
“no había que llorar sobre la leche derramada”. Lo pasado pisado. Ya en mi tiempo de labor en oficinas y
empresas grandes, aprendí de mis jefes que no hay que lamentarse, si algo no
resulta como esperábamos, solo hay que accionar para cambiarlo. Ejemplo: si no nos gustaba una oficina o un
salón de ventas, nada hacíamos con quejarnos, debíamos solucionar. Si había que pintar, solo preguntarse: ¿Cómo
lo haré?, ¿cómo resolveré?, ¿cuál es la solución? Si había que ordenar,
decorar, cambiar mobiliarios, etc. ¿Cómo
lo haré?, ¿qué puedo aportar?, ¿quiénes ayudaran?
Al preguntarse cómo lo solucionaré, el cerebro empieza a
elaborar una lista de acciones a llevar a cabo para intervenir en el
asunto. Solo hay que ser el cambio que
uno quiere ver en el mundo, como bien lo señalaba Buda.
Esperando, aguardando a que sucedan las cosas por el simple
hecho de que lo deseamos, no ocurrirá. Siempre
se necesita la intervención, la acción nuestra para llevar a cabo los
cambios. Nada sucede solo, hay que
accionar, hay que actuar, se necesita nuestra energía creadora y hacedora, para
lo que deseamos resolver o alcanzar. ¡No esperes a que sucedan las cosas haz
que sucedan! Es una gran frase que deseo implementar en cada acto de mi
vida. Muy acertada, por cierto.
Las lamentaciones, las quejas solo nos conducen a una
sensación de insatisfacción y a un desdén que en ningún caso es conveniente
para ninguna energía constructiva. Tener
pesar de uno mismo, quejarse, sin resolver, es un mal hábito que no conduce a
nada nuevo ni bueno. Para el que desea
hacer algo no hay quien lo detenga y el que no desea hacerlo se llena de
excusas.
¡A contar nuestras bendiciones!
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